Mi Tía

Recuerdo que en 1980 ya estaba por aquí la tía Carmina, «la Pitufa». Era la tía de mi madre, o sea mi tía segunda, pero yo la llamaba tía igual. 

Ya jubilada, regresó de Alemania donde había emigrado y donde había vivido muchos años. Traía unos caramelos riquísimos, tradición que por suerte heredó su nieta Suzanne, que venía de vez en cuando a verla y que a mi me encantaba, no solo porque me trajeran regalos de Alemania, además me llevaban al parque de atracciones y a muchos sitos más.

Después de su vuelta de Alemania se turnaba viviendo en nuestra casa, en casa de mi abuela y de otros familiares lejanos con los que yo no tenía contacto.

Al cabo del tiempo terminó quedándose en una residencia para mayores que hay en la calle Conde de Peñalver.

Mi tía Pitu vivía en una habitación pequeña y oscura. Yo a menudo iba a verla, la quería mucho y me fascinaba ese sitio.

A pesar de su olor a rancio mezclado con pis, me encantaba ese lugar y su historia.

Ese singular y lúgubre edificio de estilo neomudejar, antes de ser asilo, fue una cárcel en tiempos de la guerra civil, la prisión de Torrijos, lo llamaban, ya que así se llamaba la calle antes de que la dictadura le cambiara el nombre.

En realidad se había construido gracias a la fortuna que dejó la aristócrata Fausta Elorz al morir, junto a la voluntad de que se fomentaran diversas obras de caridad. Así se creó la fundación benéfica que lleva su nombre, la que instauró en el edificio una residencia de ancianas y una escuela para niñas regentada por la congregación de las hijas de la caridad, cuyo requisito para entrar era simplemente acreditar la condición de «pobre de solemnidad», un concepto con el que se designaba a quien no tenía ingresos económicos.

Pero al estallar la guerra civil el edificio pasó a ser cárcel de mujeres y que después el régimen franquista reutilizó como prisión militar.

Allí estuvo encerrado el escritor Antonio Buero Vallejo, quien, casualmente, después de salir de la cárcel fue vecino de mi madre; y también estuvo allí preso el poeta Miguel Hernández.

Dicen que ahí se le obligaba a barrer el patio por su desinterés para cantar el himno enemigo, «Cara al sol», eso le llevó a escribir su poema «La ascensión de la escoba». También escribió ahí sus famosas «Nanas de la cebolla» inspirado por las cartas que le enviaba su mujer contándole la precaria situación que vivía con su hijo, hecho que recuerda una placa conmemorativa en el exterior de sus muros.

Posteriormente el edificio estuvo asignado a la sección femenina de la Falange, hasta que a mediados del siglo XX, retoma la actividad geriátrica de la fundación Elorz. Fue en esa etapa cuando mi tía ingresó.

Tenía unos patines que yo mismo me había fabricado con unas zapatillas John Smith Superstar rojas, estaban de moda. A las zapatillas les hice unos agujeros en la suela y les acoplé unas ruedas que venían preparadas para eso y con ellas me movía por la ahí. Algunas veces salía con los patines y me llevaba el bate de béisbol, me gustaba como complemento, parecía un personaje de las películas americanas.

Un día decidí ir a ver a mi tía a su residencia. Me puse los patines, y me fui hasta allí, iba por la carretera, o por la acera, dependiendo del tráfico. Me sabía muy bien en camino, porque muchas veces iba con mi madre en el coche y siempre me fijaba mucho por donde iba, aunque a veces me colaba en el metro de Ventas hasta Diego de León por no subir la cuesta.

Cuando llegaba a la residencia, las monjas siempre me preguntaban que a que venía, se extrañaban de verme por allí solo y con mi aspecto, no siempre estaban las mismas, pero siempre había alguna por ahí que me conocía.

Llamaban a mi tía, ella bajaba y ya nos dejaban campar a nuestras anchas por toda la residencia, a veces me llevaba a su habitación y a veces íbamos al patio y paseábamos por ahí, nos recorríamos todo el edificio, era todo muy tenue, lo que le daba un aspecto siniestro y tenebroso, había largos y oscuros pasillos por los que daba hasta miedo pasar, a veces íbamos a una capilla donde había un panteón y siempre había por ahí ancianas deambulando, rezando y monjas que me miraban. Mi tía me hablaba de todas ellas, «mira esa, es una guarra, se mea y se caga encima, esa otra está loca, grita por las noches, a esa de ahí sus hijos la abandonaron por mala madre» etc.

Subíamos en el ascensor y cuando llegamos al último piso, nos cruzamos con una viejecita que vivía en la habitación de al lado, una viejecita encantadora, siempre saludaba muy amablemente y preguntaba por mi, como para pararse a hablar, pero mi tía siempre la contestaba fría y seca. Un día me comentó; «mírala como anda, la tengo un asco… muchas veces cuando la veo bajando, me dan ganas de ir por detrás y empujarla por las escaleras». Me quedé atónito.

Años después mi tía murió y me dio mucha pena, a pesar de que llevaba bastante tiempo sin ir a verla. No fui ni al funeral, no solo porque ya estaba trabajando por la noche y dormía por el día, es que todavía no estaba preparado para esas cosas, si hubiese ido, habría sido por compromiso y a mi eso no me gusta hacerlo, seguro que yo lo sentí igual o más que alguno de los que fueron. Lo malo es que no vi ni a mis primos que vinieron de Alemania, eso es lo que más me molestó y ahora pienso que tal vez estén enfadados conmigo por eso, no se, nunca he vuelto a saber nada de ellos.

Acerca de Ozzycorrinco

Soy dáltonico y me gusta la música, la sandía, las cicatrices, el clamato, los chistes malos, mi olor corporal, oír hablar otros idiomas, tocar latex, lanzar un boomerang, rascarme la espalda, la sangre corriendo por en el lavabo, las botas grandes, las alturas, no madrugar, el arcoiris, la luz roja, los dientes imperfectos, correr a caballo, la gente ingenua, cantar, hacer fotos, que me hagan preguntas, comer fruta... y la gente en general.
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